martes, 7 de febrero de 2017

Tengo que colimar



Anoche pude viajar a Júpiter. Luego, ya que andaba por ahí, pasé cerca de Saturno. Alguna vez escuché en una clase de Literatura que viajar constituía un acercamiento a la noción del mito, entendido este como una explicación de la Creación. Cuando viajamos nos acercamos al concepto de ir hacia un lugar sagrado, hacia el origen de una cosa o sensación y también el alejamiento de lo profano y lo cotidiano. De ahí las peregrinaciones o el hecho de que muchísimos nos encontramos con nosotros mismos luego de un viaje. Será, creo. Inauguro esta sección del blog narrándoles lo que pude sentir en una sola noche de tranquilidad, oscuridad y algo de música. South Park y Encuentro no son opcionales. Tomen asiento, el fernet está recién preparado.

Ambienten, si gustan:
 


San Juan venía de tres o cuatro noches (también días. Welcome, febrero) nubladas y con algo de lluvia. Cumpliendo perfectamente con la maldición, un ocular de 12 mm y un colimador Cheshire llegaron la mismísima semana del empeoramiento climático. Tuve que esperar por el 12 pero usé algo el colimador, que arrojó que algunos tornillos tengo que tocar. Era esperable. Pero los dioses son benévolos, y con el lunes llegó el cielo (casi) diáfano.
La noche era una niña recién. Una cerveza entre dos personas que hablan sobre fútbol se toma despacio, aun cuando se caliente (más si es la única que se pudo comprar). Pero allí estoy sentado contra una pared que muchas veces me vio agitado y lleno de barro y pasto. Ahora sólo analizo lo que antes practicaba eventualmente. Un trago lleva a otro, un campeonato se transforma en un partido y un gol en una eliminación. Vuelan nombres, jugadas y pasado. Una buena amistad soporta el paso de todos los tiempos verbales. Allí están los jugadores de River del 2004, del 2000 y los gloriosos de los 90. Aparecen algunos de Boca y otros de San Lorenzo. Europa es casi ajena a la charla, salvo cuando se recuerda el Mundial de 2006.
Las estrellas y Júpiter, mientras, asomaban entre los álamos. Spica y el Gran Señor danzaban tomados de sus invisibles y larguísimos brazos: se han pasado todo enero bailando y no parecen cansarse. Pero mi compañero futbolero sí. Son las dos y monedas, la adolescencia temprana de la noche, y mi ya no sediento cuerpo se aleja de los árboles y de la pared. Se aleja del arco imaginado, del césped que siempre vemos pero que nunca (hasta ahora) pisamos. Se aleja de un presente con sabor a pasado. La promesa de más cervezas y quizás un asado es lo último que se escuchó de nuestra charla, que terminó como deberían hacerlo todos los partidos y encuentros: entre apretones de manos y augurios de cenas abundantes.
Pasadas las dos. Llego a casa y saco el telescopio para que se aclimate. Mucha falta no hace pero cumplo con el ritual. Saco cuidadosamente los oculares mientras afuera los perros le mueven la cola al negro 130. No se le arriman tanto, cautos y conocedores del “¡Shuu, perro! Salga de ahí” que viene si lo olfatean de cerca. Pero es una escena hermosa en la penumbra sanjuanina. Hay vida a pesar del silencio.
Primer objetivo: la Luna. Prendida la computadora y sonando su música, muevo el equipo hasta la vereda para poder ver sin andar esquivándole a los árboles. Coloco el BST de 18 mm en el portaocular. El cielo carece de nubes pero algo de turbulencia hay, producto seguramente de los días encapotados y las lluvias. San Juan no está seco pero sí despejado, y esa luna gibosa se sacó de encima a las palmeras y ya aparece sola en el firmamento, lista para que la mire como a mis modelos francesas. Así que le apunto, nomás. Condensada, apretada, como una naranja mirada de cerca, la Luna me muestra toda su intimidad y deja asomar algunos cráteres pícaros. Tycho no puede más; algún día ese impacto se levantará como los cantantes y abandonará la banda para seguir su carrera como solista. Es impresionante cómo resalta y se gana los primeros segundos de toda observación. Pero también están los mares, que nos invitan a posarnos plácidamente en ellos para contemplar allí el infinito desde una reposera. Como en la playa, pero en la Luna.
En los bordes aparece una superficie castigada por el cosmos, mitad en sombras y mitad iluminada. Algunos picos se asoman desde la oscuridad y les doy el gusto de ser observados. No me canso de levantarle el ego a cualquier parte de Selene. Soy un tonto, lo sé. Ella juega conmigo pero a mí no me importa.
Paso al 12 mm. El nuevito, el que sólo pude probar una madrugada nubosa y asquerosamente antiastronómica. Ahora entró en calor y está listo para su debut en primera; lo pongo, no hace falta enfocar nada… y ahí está: cubriendo casi la totalidad del campo de visión aparece una Luna endemoniadamente gigante, provocadora, conocedora plenamente de sus virtudes y ejecutando al máximo sus estrategias de seducción. Ese astro va a explotar, indudablemente. Si sus accidentes selenográficos eran impresionantes con el 18 mm, ahora todo está perdido. No hay vuelta atrás. El flechazo es instantáneo y me rindo a los pies de esa señora luminosa que nos tiene tontos desde el principio mismo de la humanidad.
Pero el cielo me envía una advertencia: el amor no dura para siempre, y en su hermosura y plenitud la Luna tambalea. Turbulencia. El tono amarillento comienza a aparecer y la imagen ondula como una bandera. Sería insatisfactorio poner el 5 mm, el hermano poderoso del 18 y el 12, pero igual me las juego. Qué me importa: quiero verla de cerca aunque eso me cueste los ojos. Miro a simple vista y sí, ella ya está cerca de los Andes, esperando besar esos picos gélidos pero habiendo abrazado antes a la (no tan) seca Precordillera. ¡Se me va! Tengo que apurarme.
¿Algo que me guste del 5 mm? Poder ver la misma cordillera que miro al oeste de mi ciudad pero en la Luna. Qué poder habrá tenido el impacto que generó esos cerros que los elevó y formó tan perfectos que un simple como yo los puede apreciar si así se lo propone. Es como sobrevolar el camino que San Martín usó, por esta misma tierra, para cruzar y liberar Chile. Y entre bicentenarios y drones yo paseo por los cerros de la Luna como hasta hace unos días lo hicieron algunos amigos en los Andes. Tengo que cambiar la música y meter el telescopio.
A esta altura de la noche eran casi las tres, la juventud veinteañera de la oscuridad. Aproveché para mirar a simple vista la puesta lunar. Son esos momentos donde no importa nada y todo a la vez. Chau, Luna hermosa. Hasta mañana.
Es tiempo de alimentarse. En Encuentro están dando El origen de las especies, serie documental sobre la historia de la música autóctona argentina. El capítulo de esa noche era Canto con caja, y para un recién llegado de la Luna e ignorante de casi todo lo musical no hay nada mejor que deleitarse con vidalas, coplas y bagualas, palabras escuchadas por ahí pero hasta ese momento sin significado. Pero ya no más. Ahora viajaba por el norte, por La Rioja y Tucumán mientras cenaba frugalmente y escuchaba su música. Ojalá esos documentales no terminaran nunca.
Pero lo hacen. Y ya visto South Park y saboreado una naranja (que parecía la Luna si se la miraba de cerca) era momento de armar las valijas y partir hacia Júpiter, que no está en oposición todavía pero le pega en el palo. Sumo y Patricio Rey me musicalizarán en el periplo, porque si hay algo más hermoso que la noche es acompañarla con un saxo. Todos lo saben.
Estallando desde el océano pongo primera y le apunto con el 18 mm al Gigante. Ahí estaba, esbelto como un dios romano debe verse, padre de la justicia y señor de los cielos. Inmenso y bien escoltado por sus cuatro lunas galileanas (Ío, Calisto, Europa y Ganímedes) danzantes y cubriéndolo en cuatro giros, rápidos algunos, pacientes otros. Sin sentirse herido en su pudor el dios se deja ver por este mortal, intruso nocturno, que lo escudriña de pies a cabeza y tiene la osadía de contarle hasta cuatro bandas. Sigue en su atrevimiento, luego, contando hasta 6 franjas con el ya querido 12 mm.
Algo sucede allá arriba… alguien no parece estar contenta por mi intromisión. A alguien no le gustó que los sorprendiera en tan hermoso baile: una de las lunas, que mi ignorancia no me permite conocer cuál (no vale hacer trampa en Google), está enojada y pretende tapar mi visión del planeta; se apura, pasa por delante de él y se pierde en el brillo del astro. Miro a simple vista y reflexiono: ¿habrá querido tapar a Júpiter o se habrá escondido para que no la viera? Pongo el de 5 mm (ahora cuento 7 bandas, incluso algunas polares) para preguntarle si está enojada y pedirle disculpas, si así es, por invadir su intimidad. Pero no la encuentro. Le pregunto a Júpiter pero soy apenas un humano… un dios no me hablará así como así.
Preocupado por la situación vuelvo al 18 mm y juego una y otra vez con el de 12. Luego de un rato y siendo cauto por la delicada situación decido poner los Fungis en la computadora y aprovechar para ir a Saturno. Pero el señor anilloso no quiere que lo vean todavía: está recién levantado y cubierto por los caprichos de la atmósfera. A simple vista lo puedo ver perfectamente como un punto sólido y amarillo. Pero sé que si le apunto con el telescopio nada bueno veré, así que aprovecho la oscuridad y me baño en el sur. Navego por Eta Carinae, por el Joyero y por la cantidad preciosa de estrellas que nuestra galaxia nos regala. Rojo, blanco, naranja, amarillo… negro espeso en el centro de Carina, brillantes cúmulos y cegadoras azules, todo eso está al alcance de una mirada. Son las cinco. La madurez nocturna. Aunque no le guste que lo vean antes de desayunar, Saturno deberá dejarse espiar.
Pero antes… antes debo amigarme con Júpiter y sus lunas. Miro y el señor está en el cenit. Apunto, cargo… y allá voy. Enojada todavía, pero algo calmada, me imagino a la luna besándose con el gigante escondida entre su luz. Qué espectáculo tan impresionante. Ahora vamos por el oro de los anillos, que ya está casi listo.
Vuelvo a empezar: 18 mm, apunto, foco y… el primer Saturno del 2017 se inclina ante mí, con su señorial vestimenta áurea, y me regala una brillante vista de sus enormes anillos. Una bolita dorada atravesada por una arandela cósmica que me saluda con dos de sus lunas. Titán, qué bien te queda la madrugada.
La poca altura del sexto planeta en esta época hizo que mi experiencia con el de 12 y 5 mm no fuese como la de Júpiter o la Luna, pero debo admitir que incluso sin HD fue mágico y emocionante poder verlo por primera vez en el año. Ya vendrán reseñas para este señor, sin dudas.
La noche terminó apacible, oscura y conmigo sentado mirando el cielo a ojo desnudo. Después de todo, un buen firmamento despejado es de por sí hermoso y tranquilizador. Una paz me invadió y duró todo el día siguiente. Vendrán noches iguales, mejores y tal vez distintas, pero lo mejor de todo es saber que vendrán.
Mientras guardaba todo un pensamiento me asaltó de golpe y recordé algo: tengo que colimar.

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