Minuto 34 del segundo tiempo. Partido parejo pero trabado, de esos que es mejor no mirar. Cero a cero y sin pronóstico de algún gol cercano. Peñarol debuta en el torneo local frente a Desamparados, pero en las tribunas parece que nadie se enteró.Una falta en el círculo central, de tantas, y el arquero a los gritos avivando a los centrales. Centro llovido al área y despeje rústico, otra vez al mediocampo. Este partido, como muchos, hubiese pasado inadvertido para la historia, se hubiese perdido en algún breve del diario y quizás ni cuente para las estadísticas, pero no. Este encuentro es histórico por un mínimo, pequeño, insignificante detalle: es el debut profesional en Argentina de Hasanov. Y no sólo eso, no. Es el Partido de la Paloma.
Minuto 34, cero a cero. Un centro llovido, desesperado, cae sobre el área
de Peñarol. Lo hace desde el mediocampo, y todos los jugadores esperan el
pelotazo en campo chimbero. El tres, o el cuatro, despeja de un zurdazo tosco
el balón y éste vuela nuevamente a la línea de cal central. Se armó el
contragolpe. Los laterales víboras vuelven como locos, mirando al diez
contrario controlar la pelota y encarar hacia la izquierda, donde el siete avanza
desbocado hacia adelante. El pase del diez es para él, todo el estadio lo sabe.
Pero no. El juego se interrumpe. El árbitro ha tocado el silbato y ha
parado el partido. El pase hacia el siete se pierde por el lateral. Todos miran
al de negro, que hace señas desde el área de Peñarol: el arquero está en el
piso. Se queja de un golpe con el ocho contrario. Éste, rengueando, le aclara
que no lo vio y que no hubo intención. El contragolpe a la basura.
Minuto 37. Rebote de pelotazos poco profesional en la banda derecha de
Desamparados, también cerca del medio campo. Forcejeos, tirones de camisetas,
patadas al aire y al menos dos faltas distintas cometidas por el mismo hombre.
Pasan los segundos y se levanta la terraguera: allá va el cinco víbora
eludiendo rivales, gambeteando entre las últimas canillas que llegan rezagadas
al tumulto. El cinco sigue y conecta un pésimo centro al nueve, que se enreda
con la pelota y le pega de puntín al todavía aturdido uno. Silencio en el
estadio. Los segundos se hacen minutos. La pelota cruza irrespetuosa la línea.
No debería, por lo malo del partido, pero es gol.
Minuto 39. Se reanuda el encuentro y Peñarol saca del medio. Pase atrás, al
dos. Éste al lateral derecho y de ahí al arquero. Cuando le llega el balón el uno pide el
cambio, se tira al piso y comienza la actuación. De la platea un hombre le
grita al guardapalos que no haga tiempo, que están perdiendo y que el partido
se les va. Pero el uno no puede seguir: en el encontronazo con el ocho
contrario se ha fracturado una costilla. No, no puede seguir. El DT le grita
que quedan cinco minutos, que aguante, que no vale la pena hacer el cambio.
Pero el guardameta no se levanta.
Aquí es donde nuestro héroe se da cuenta de lo que va a suceder. Va a
entrar; faltando 5 minutos, pero va a entrar. Se da cuenta de que tiene su
oportunidad de debutar en primera en Argentina, aunque él nunca lo buscó ni le
interesó. Pero para eso se entrenó todo el verano, pasando hambre y, cosa de
locos, a veces frío. Hasanov se saca el chaleco y se para en la línea,
esperando que el cuarto árbitro levante el cartel.
Minuto 40. En la planilla anotan: “E. Hasanov, arquero; minuto 39” y el uno
suplente (que usa mangas largas a pesar de ser marzo) trota hacia el área con
la frente en alto y los guantes desgastados. Se para frente a la número 5 y
patea como si de eso dependiese el triunfo, o el empate. Nadie apuesta nada por
él, y muchos no pueden ni pronunciar su nombre. Pero él pasea. La bola viaja
sobre su propia área, cruza la mitad de la cancha y cae en tres cuartos, donde
el diez la peina para un nueve que en su reput*sima vida se imaginó que le iba
a caer ahí, tan servida, en la puerta del área, en el minuto 41, con los dos
centrales a los costados, jadeantes y desorbitados mirándolo; con el arquero
contrario parado en el centro del arco, descolocado papando moscas.
Nadie en ese estadio se imaginaba que el nueve empataría, luego de que el diez
la peinara y, ¡mucho menos!, después de que Hasanov la pateara. Minuto 41,
pelotazo a la red y a cobrar.
El DT ordena inmediatamente que todo Peñarol se repliegue, y Desamparados
(que nunca le importó jugar en todo el encuentro) pasa al ataque, desaforado,
como si fuese una final. El partido tosco y trabado ha mutado a un entretenido
encuentro sin mediocampo, con un ida y vuelta memorable. Algunos cabuleros
anotaron la hora, asegurando que el inmigrante recién ingresado ha torcido el
destino.
El partido se va, los minutos ya pasaron indefectibles y el réferi levanta
tres dedos al aire. Hasanov ha cumplido una proeza: sin tocar balón alguno ha
empatado el encuentro. El nueve se llevará los laureles pero él, orgulloso,
sabe que el pelotazo fue suyo. El triunfo, vamos, es de su propiedad. Se
imaginó siendo felicitado por sus compañeros en el vestuario, comiendo una
hamburguesa en la noche, solitario, para festejar. ¿Un poco de Coca Cola?
Podría ser. Era una ocasión especial. Anotaría en el calendario ese 7 de marzo
de 1999 para no olvidarlo nunca.
Minuto 47. Un silbatazo saca a Hasanov de sus planes de banquete: el cuatro
suyo cometió una infantil infracción en la esquina del área. Chan. Todo
Desamparados, con el arquero incluido, se mete en el área. La tribuna (casi
200; un poco menos) se agarra la cabeza y grita. La tensión es increíble y más
de uno se toma el pecho. Nadie daba tres pesos por ese partido y ahora todo el
mundo está pendiente de ese centro. La radio ha cortado la transmisión de San
Martín-Trinidad para centrarse en esta última jugada. San Juan sigue por AM el
centro que, todo el mundo espera, rechace el uno hacia una de las bandas. Los
zagueros se miran desconfiados mientras le indican a los delanteros cómo deben
rechazarla.
Tiempo cumplido. El de negro indica que jueguen. Empujones, tironeos de camiseta, tropiezos y uno que otro caído. El Sol se asoma detrás de una nube e impide la visión de todos. El diez víbora lanza un peligroso centro al área chica, buscando un cabezazo, una patada, un pecho o un error del arquero.
Allá va el balón. Allí saltan muchos sin poder desviarlo. Hasanov sabe que es suya. Se impulsa, salta, grita con fuerza “Bu, orospu mina var!”.El Sol le tapa la visión, no sabe cuán lejos o cerca está la pelota. Calcula pero sabe que ha fallado, ¿o no? Cierra los ojos, abre las manos y ve pasar una sombra fugaz; comprime los puños y agarra algo para no soltarlo jamás. La tribuna grita, pero no es el alarido animalesco del gol. No.
Lo acontecido es de otro mundo, de otra galaxia. Lo que pasó es algo que sólo a Hasanov le podría haber sucedido: en el instante mismo en el que la pelota se le escapaba al uno por escasos centímetros, una paloma (que nadie sabía de dónde había salido, hacia dónde iba ni de dónde venía) chocó estúpida pero oportunamente con la pelota y en el plumerío ciego por el Sol terminó en las manos del azerbaiyano. La bola, interceptada por el ave en su trayectoria, besó el palo para huir presurosa hacia un córner que nunca se ejecutó. Hasanov, en su ignorancia, alzó el bicho al cielo, lanzando plumas y chillidos hacia los cuatro vientos, gritando, jadeante, feliz y victorioso: “Mía… mía… ¡La pelota es mía!”, para la incredulidad de sus compañeros y la risa de la tribuna.
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