martes, 7 de febrero de 2017

Tengo que colimar



Anoche pude viajar a Júpiter. Luego, ya que andaba por ahí, pasé cerca de Saturno. Alguna vez escuché en una clase de Literatura que viajar constituía un acercamiento a la noción del mito, entendido este como una explicación de la Creación. Cuando viajamos nos acercamos al concepto de ir hacia un lugar sagrado, hacia el origen de una cosa o sensación y también el alejamiento de lo profano y lo cotidiano. De ahí las peregrinaciones o el hecho de que muchísimos nos encontramos con nosotros mismos luego de un viaje. Será, creo. Inauguro esta sección del blog narrándoles lo que pude sentir en una sola noche de tranquilidad, oscuridad y algo de música. South Park y Encuentro no son opcionales. Tomen asiento, el fernet está recién preparado.

Ambienten, si gustan:
 


San Juan venía de tres o cuatro noches (también días. Welcome, febrero) nubladas y con algo de lluvia. Cumpliendo perfectamente con la maldición, un ocular de 12 mm y un colimador Cheshire llegaron la mismísima semana del empeoramiento climático. Tuve que esperar por el 12 pero usé algo el colimador, que arrojó que algunos tornillos tengo que tocar. Era esperable. Pero los dioses son benévolos, y con el lunes llegó el cielo (casi) diáfano.
La noche era una niña recién. Una cerveza entre dos personas que hablan sobre fútbol se toma despacio, aun cuando se caliente (más si es la única que se pudo comprar). Pero allí estoy sentado contra una pared que muchas veces me vio agitado y lleno de barro y pasto. Ahora sólo analizo lo que antes practicaba eventualmente. Un trago lleva a otro, un campeonato se transforma en un partido y un gol en una eliminación. Vuelan nombres, jugadas y pasado. Una buena amistad soporta el paso de todos los tiempos verbales. Allí están los jugadores de River del 2004, del 2000 y los gloriosos de los 90. Aparecen algunos de Boca y otros de San Lorenzo. Europa es casi ajena a la charla, salvo cuando se recuerda el Mundial de 2006.
Las estrellas y Júpiter, mientras, asomaban entre los álamos. Spica y el Gran Señor danzaban tomados de sus invisibles y larguísimos brazos: se han pasado todo enero bailando y no parecen cansarse. Pero mi compañero futbolero sí. Son las dos y monedas, la adolescencia temprana de la noche, y mi ya no sediento cuerpo se aleja de los árboles y de la pared. Se aleja del arco imaginado, del césped que siempre vemos pero que nunca (hasta ahora) pisamos. Se aleja de un presente con sabor a pasado. La promesa de más cervezas y quizás un asado es lo último que se escuchó de nuestra charla, que terminó como deberían hacerlo todos los partidos y encuentros: entre apretones de manos y augurios de cenas abundantes.
Pasadas las dos. Llego a casa y saco el telescopio para que se aclimate. Mucha falta no hace pero cumplo con el ritual. Saco cuidadosamente los oculares mientras afuera los perros le mueven la cola al negro 130. No se le arriman tanto, cautos y conocedores del “¡Shuu, perro! Salga de ahí” que viene si lo olfatean de cerca. Pero es una escena hermosa en la penumbra sanjuanina. Hay vida a pesar del silencio.
Primer objetivo: la Luna. Prendida la computadora y sonando su música, muevo el equipo hasta la vereda para poder ver sin andar esquivándole a los árboles. Coloco el BST de 18 mm en el portaocular. El cielo carece de nubes pero algo de turbulencia hay, producto seguramente de los días encapotados y las lluvias. San Juan no está seco pero sí despejado, y esa luna gibosa se sacó de encima a las palmeras y ya aparece sola en el firmamento, lista para que la mire como a mis modelos francesas. Así que le apunto, nomás. Condensada, apretada, como una naranja mirada de cerca, la Luna me muestra toda su intimidad y deja asomar algunos cráteres pícaros. Tycho no puede más; algún día ese impacto se levantará como los cantantes y abandonará la banda para seguir su carrera como solista. Es impresionante cómo resalta y se gana los primeros segundos de toda observación. Pero también están los mares, que nos invitan a posarnos plácidamente en ellos para contemplar allí el infinito desde una reposera. Como en la playa, pero en la Luna.
En los bordes aparece una superficie castigada por el cosmos, mitad en sombras y mitad iluminada. Algunos picos se asoman desde la oscuridad y les doy el gusto de ser observados. No me canso de levantarle el ego a cualquier parte de Selene. Soy un tonto, lo sé. Ella juega conmigo pero a mí no me importa.
Paso al 12 mm. El nuevito, el que sólo pude probar una madrugada nubosa y asquerosamente antiastronómica. Ahora entró en calor y está listo para su debut en primera; lo pongo, no hace falta enfocar nada… y ahí está: cubriendo casi la totalidad del campo de visión aparece una Luna endemoniadamente gigante, provocadora, conocedora plenamente de sus virtudes y ejecutando al máximo sus estrategias de seducción. Ese astro va a explotar, indudablemente. Si sus accidentes selenográficos eran impresionantes con el 18 mm, ahora todo está perdido. No hay vuelta atrás. El flechazo es instantáneo y me rindo a los pies de esa señora luminosa que nos tiene tontos desde el principio mismo de la humanidad.
Pero el cielo me envía una advertencia: el amor no dura para siempre, y en su hermosura y plenitud la Luna tambalea. Turbulencia. El tono amarillento comienza a aparecer y la imagen ondula como una bandera. Sería insatisfactorio poner el 5 mm, el hermano poderoso del 18 y el 12, pero igual me las juego. Qué me importa: quiero verla de cerca aunque eso me cueste los ojos. Miro a simple vista y sí, ella ya está cerca de los Andes, esperando besar esos picos gélidos pero habiendo abrazado antes a la (no tan) seca Precordillera. ¡Se me va! Tengo que apurarme.
¿Algo que me guste del 5 mm? Poder ver la misma cordillera que miro al oeste de mi ciudad pero en la Luna. Qué poder habrá tenido el impacto que generó esos cerros que los elevó y formó tan perfectos que un simple como yo los puede apreciar si así se lo propone. Es como sobrevolar el camino que San Martín usó, por esta misma tierra, para cruzar y liberar Chile. Y entre bicentenarios y drones yo paseo por los cerros de la Luna como hasta hace unos días lo hicieron algunos amigos en los Andes. Tengo que cambiar la música y meter el telescopio.
A esta altura de la noche eran casi las tres, la juventud veinteañera de la oscuridad. Aproveché para mirar a simple vista la puesta lunar. Son esos momentos donde no importa nada y todo a la vez. Chau, Luna hermosa. Hasta mañana.
Es tiempo de alimentarse. En Encuentro están dando El origen de las especies, serie documental sobre la historia de la música autóctona argentina. El capítulo de esa noche era Canto con caja, y para un recién llegado de la Luna e ignorante de casi todo lo musical no hay nada mejor que deleitarse con vidalas, coplas y bagualas, palabras escuchadas por ahí pero hasta ese momento sin significado. Pero ya no más. Ahora viajaba por el norte, por La Rioja y Tucumán mientras cenaba frugalmente y escuchaba su música. Ojalá esos documentales no terminaran nunca.
Pero lo hacen. Y ya visto South Park y saboreado una naranja (que parecía la Luna si se la miraba de cerca) era momento de armar las valijas y partir hacia Júpiter, que no está en oposición todavía pero le pega en el palo. Sumo y Patricio Rey me musicalizarán en el periplo, porque si hay algo más hermoso que la noche es acompañarla con un saxo. Todos lo saben.
Estallando desde el océano pongo primera y le apunto con el 18 mm al Gigante. Ahí estaba, esbelto como un dios romano debe verse, padre de la justicia y señor de los cielos. Inmenso y bien escoltado por sus cuatro lunas galileanas (Ío, Calisto, Europa y Ganímedes) danzantes y cubriéndolo en cuatro giros, rápidos algunos, pacientes otros. Sin sentirse herido en su pudor el dios se deja ver por este mortal, intruso nocturno, que lo escudriña de pies a cabeza y tiene la osadía de contarle hasta cuatro bandas. Sigue en su atrevimiento, luego, contando hasta 6 franjas con el ya querido 12 mm.
Algo sucede allá arriba… alguien no parece estar contenta por mi intromisión. A alguien no le gustó que los sorprendiera en tan hermoso baile: una de las lunas, que mi ignorancia no me permite conocer cuál (no vale hacer trampa en Google), está enojada y pretende tapar mi visión del planeta; se apura, pasa por delante de él y se pierde en el brillo del astro. Miro a simple vista y reflexiono: ¿habrá querido tapar a Júpiter o se habrá escondido para que no la viera? Pongo el de 5 mm (ahora cuento 7 bandas, incluso algunas polares) para preguntarle si está enojada y pedirle disculpas, si así es, por invadir su intimidad. Pero no la encuentro. Le pregunto a Júpiter pero soy apenas un humano… un dios no me hablará así como así.
Preocupado por la situación vuelvo al 18 mm y juego una y otra vez con el de 12. Luego de un rato y siendo cauto por la delicada situación decido poner los Fungis en la computadora y aprovechar para ir a Saturno. Pero el señor anilloso no quiere que lo vean todavía: está recién levantado y cubierto por los caprichos de la atmósfera. A simple vista lo puedo ver perfectamente como un punto sólido y amarillo. Pero sé que si le apunto con el telescopio nada bueno veré, así que aprovecho la oscuridad y me baño en el sur. Navego por Eta Carinae, por el Joyero y por la cantidad preciosa de estrellas que nuestra galaxia nos regala. Rojo, blanco, naranja, amarillo… negro espeso en el centro de Carina, brillantes cúmulos y cegadoras azules, todo eso está al alcance de una mirada. Son las cinco. La madurez nocturna. Aunque no le guste que lo vean antes de desayunar, Saturno deberá dejarse espiar.
Pero antes… antes debo amigarme con Júpiter y sus lunas. Miro y el señor está en el cenit. Apunto, cargo… y allá voy. Enojada todavía, pero algo calmada, me imagino a la luna besándose con el gigante escondida entre su luz. Qué espectáculo tan impresionante. Ahora vamos por el oro de los anillos, que ya está casi listo.
Vuelvo a empezar: 18 mm, apunto, foco y… el primer Saturno del 2017 se inclina ante mí, con su señorial vestimenta áurea, y me regala una brillante vista de sus enormes anillos. Una bolita dorada atravesada por una arandela cósmica que me saluda con dos de sus lunas. Titán, qué bien te queda la madrugada.
La poca altura del sexto planeta en esta época hizo que mi experiencia con el de 12 y 5 mm no fuese como la de Júpiter o la Luna, pero debo admitir que incluso sin HD fue mágico y emocionante poder verlo por primera vez en el año. Ya vendrán reseñas para este señor, sin dudas.
La noche terminó apacible, oscura y conmigo sentado mirando el cielo a ojo desnudo. Después de todo, un buen firmamento despejado es de por sí hermoso y tranquilizador. Una paz me invadió y duró todo el día siguiente. Vendrán noches iguales, mejores y tal vez distintas, pero lo mejor de todo es saber que vendrán.
Mientras guardaba todo un pensamiento me asaltó de golpe y recordé algo: tengo que colimar.

jueves, 17 de noviembre de 2016

2006: Capítulo IX




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El nudo en la garganta crece. Viene creciendo progresivamente desde que subió al auto. Con el brazo colgando en la ventanilla y tamborileando a veces la puerta para mitigar la ansiedad, siente el viento fresco de una circunvalación que le regala una noche que no es de otoño pero tampoco de verano. Mira hacia afuera para que no le vean las lágrimas, y cada tanto asoma apenas la cabeza para despeinarse y así poder limpiarse los ojos sin que lo noten.
Gema y su mamá hablan pero él no escucha. En la radio pasan canciones que ya no suenan. No hay luna en la noche que verá de nuevo a su abuelo.


 Capítulo IX: Sombra del fuerte abuelo

Lucas bajó primero del auto y enfiló decidido por el portoncito bajo de la entrada, que crujió oxidado a pesar de estar engrasado. La baldosa floja del primer paso estaba ahí, como siempre estuvo, y su pie bailó al pisarla. Un viejo balde naranja, que supo ser rojo, rebalsa lentamente alimentado por las gotas que caen de la manguera enchufada; algún jazmín ya seco o arrancado o una dama de noche que no llegó al 2015 son quizás los destinatarios del chorro humilde. El jardincito del frente, cortado al medio por las viejas baldosas, le da la bienvenida a Lucas entre grillos y perfumes olvidados. Atrás se escuchan los portazos del auto. Adelante se presentan cálidas las paredes calentadas por el último sol de la tarde. El nudo en la garganta crece.
Antes de abrir la puerta Lucas mira atrás sobre su hombro: viaja a los cumpleaños de noviembre, celebrados en familia en el costado derecho del jardincito donde su abuelo estacionaba su viejo Falcon, que ya no está, y que dejaban en la vereda para poner las mesas. Él siempre regaba el cemento y echaba tierra sobre las manchas de aceite, o lo mandaban a poner las sillas (¡Dios, cuánto odiaba poner las sillas!). Mira sobre su otro hombro y ve el costado izquierdo, lleno de rosales hermosos pero traicioneros, amantes de pinchar pelotas. El portoncito se queja, Gema cruza la entrada pero no se percata de nada. Lucas agarra el picaporte, lo tira hacia abajo y cierra los ojos. El nudo en la garganta crece.
Quien cruza la puerta es la misma persona que unos años después (o antes) entraría destruido a buscar la vieja guitarra criolla de su abuelo, regalo póstumo que prometió restaurar y aprender a tocar pero que nunca usó. Quien cruza la puerta es la misma persona que casi no lloró esa tarde de septiembre en que encontró adentro a toda su familia, menos a su abuelo. Es la misma persona que en los años anteriores a la partida nunca visitó, salvo por esas cenas opacas del Día del Padre o el cumpleaños poco concurrido de principios de noviembre, a esa persona que guardaba historias que se fueron sin ser contadas. Es la misma persona la que cruza, pero no el mismo Lucas.
El nudo en la garganta crece, y hasta el chirrido agudo de la puerta le trae nostalgia. Un perfume lejano a loción de afeitar lo invita a pasar y a hacer memoria. Un aroma a veranos de sandías y el gusto a inviernos de sopaipillas le dicen que entre, a la vez que la ilusión de los instantes previos a las doce y el color de una bengala le recuerdan que allí se celebraron incontables navidades. Una risa de rumy y un grito de truco retumban silenciosos en el living, y el olor al asado dominguero le asegura que por esa puerta se entra a la felicidad. Primos que ya no ve, tíos que ya no están, tonadas y valsecitos criollos que ya no se tocan, tardes en familia guarecidas en paredes que en el 2015 protegen a otras personas. La puerta que tantas veces cruzó, inocente y hasta apático, le abre el camino hacia un pasillo que esa tarde no atravesó. Todo es sombra y penumbra, formas borrosas y recuerdos, hasta que cruza el dintel.
-          
       - Abu, ¿nos cantás una canción?
-         - Sí, cómo no. ¿Cuál quieren?
-         - No sé… Una que te guste mucho.
-         - Una que me guste mucho… Es difícil, Luquitas: todas las que canto me gustan.
-         - Bueno, entonces cantá la que me gusta a mí…
-         - ¡No! No vale que cantés la que le gusta a él –interrumpieron los demás primos.
-     -Pasame la guitarra, Vivi. Voy a cantar la que le gusta a Lucas –todos reprocharon- y después les canto la que les guste a ustedes, ¿quieren?



El portoncito se cerró y las rejas del frente vibraron. Lucas ya cruzó la puerta hacia su niñez. El nudo en la garganta crece.
Avanza por el pasillo que da al living y el aire fresco de la noche le recuerda los mediodías de domingo. Ese pasillo estaba fresco todo el año, sobre todo en las siestas de verano, aquellas interminables horas de silencio forzado y de pericanas parraleras, de cornetas de heladeros y bombitas reventadas en la vereda. Los otoños de olor a pan tostado en la tarde, el pescado frito de Semana Santa, el silencio de la mañana sólo cortado por la radio AM de un lunes sin escuela. Era el nexo entre la fría calle de invierno y la cuchara revolviendo el tecito de las cuatro. Refugio de los zondas de agosto y las primeras lluvias de primavera. Depósito de zapatos de Epifanías y garaje de bicicletas aventureras. Ese pasillo siempre estuvo vivo y nunca lo notó, nunca lo disfrutó como lo hacía ahora que con la punta de los dedos iba sintiendo su pared, fresca también, lisa, con caricias de décadas.
El piso brilla a la luz amarilla de ese foco que él siempre creyó eterno. Las baldosas que en algún momento fueron nuevas ahora están descoloridas y desparejas. Los adornos, los cuadros, las carpetas sobre la mesa y los aparadores. Avanza tan lento que Gema y su madre le piden permiso y lo rebasan.
El nudo en la garganta crece.
Besos protocolares se escuchan en la cocina, búnker de un viejo que transita sus últimos años. El pasillo y el living quedan atrás y a la izquierda se asoma el comedor, lugar que atesora imágenes borrosas de almuerzos de Pacuas y refugio de tardes de chaya; aula de deberes tras la escuela, hogar de carameleras saqueables y platos abundantes compartidos en familia.
Las sillas con respaldo alto conservan el barniz que hace cinco años le pusieron y nunca llegó a gastarse. Hay papeles sobre la mesa que tienen tierra de semanas, evidenciando un recodo poco visitado en ese hogar. Lucas igual entra, acariciando ahora la mesa y las sillas… levanta uno de los papeles y ve que es una vieja boleta de la luz. La fecha es por el bimestre enero-febrero de 2006. La ventana que da a la calle está cerrada. Una carcajada olvidada para siempre y que proviene de la cocina lo saca de la cifra a pagar. El nudo en la garganta crece, ya casi insoportable.
En un rincón espera apagado el viejo grabador setentoso, con las teclas rotas y las letras borradas. El dial está religiosamente puesto en Radio Colón.
-           
        - Luquitas, ¿le pediste permiso a tu madre para ir?
-          - Sí, dice que me porte bien y que te haga caso en todo…
-          - Bueno, vamos que la carrera ya pasó por el puente de Caucete.

Apaga la luz del comedor y en oscuras cae la primera lágrima. Sale al pasillo y a la derecha está el baño, con su puerta entreabierta. De allí sale una brisa fresca también, perfumada con ese olor a cuarto viejo pero limpio que él siempre asoció a ese baño. Con el aire viene el sonido de la gotera perpetua de una canilla rebelde que nunca quiso cerrar bien, y el recuerdo de la primera afeitada frustrada con esa guilette vieja hecha para manos hábiles. Viene también la vergüenza de tener que ir al baño con la casa llena de familiares, el olor del jabón al lavarse las manos antes de comer. En la penumbra se ve que los azulejos son verde claro, un color casi imperceptible, con flores pequeñas y gastadas. En algún momento ese baño supo ser de un verde vivo y con flores frescas como las que adornaban en primavera el patio trasero. 
Ese jardín interminable de pájaros libres y frutales generosos, de parras frescas custodiando la larga galería. Santuario de madrugadas y estrellas, templo de vinos entre amigos y amaneceres inoportunos. Allí se ve él remontando un volantín entre los árboles, y a Gema trepándolos para bajarlo. Ve el viejo horno de barro que ya no está, los trastos que oficiaron de escondite y la piecita llena de avispas a donde nadie se animaba a entrar.
El nudo en la garganta está a punto de asfixiarlo. Un poco más atrás de la puerta del baño está la de la cocina, cerrada. Alguien quiere salir pero se queda conversando. Una línea fulminante separa el marco de la puerta. El picaporte está bajo. Lucas no se puede mover.
El nudo en la garganta ya no puede crecer más.
La puerta se abre, dejando ver a las personas que hay en el interior. Gema sale hacia el baño, chocando a un inmóvil Lucas.
Las piernas le tiritan. El corazón suena en su pecho. El ritmo baja pero el golpe aumenta. Aprieta sus dientes. Cierra sus manos. Llora. Llora más que esa tarde de septiembre. Llora mientras corre a la cocina. Llora mientras ve a su abuelo sentado en la silla de totora en el extremo de la mesa. Llora al escucharlo decir su nombre. Llora al sentir su cuerpo al abrazarlo como en su puta vida ha abrazado a alguien.
El nudo en la garganta explota en un ancestral y sincero grito:
 - ¡Abuelo!

lunes, 15 de agosto de 2016

Inventos memorables de Don Estanislao Acosta







Los científicos sociales se ven muchas veces en la encrucijada metodológica de no poder realizar inventos trascendentes. Muchas son las patentes y descubrimientos realizados por cientistas de latitudes epistemológicas tales como las Ciencias Naturales, la Física o la Mecánica, pero son más bien escasos los inventos en el plano de las Ciencias Sociales.

El mayor inconveniente, dirán por ahí los más despabilados, radica en que en las Ciencias Sociales el objeto de estudio es el Ser Humano, y éste muchas veces es incompatible con el concepto de mecanismo o artilugio inventivo, como no pasa en otras ramas del conocimiento como la robótica o la mecánica, disciplinas tan llenas de inventos y adelantos técnicos.

            Sin embargo, y tirando por la borda lo antes explicitado, me propongo develar una serie de patentes a nombre del señor Estanislao Acosta, quien, siendo científico social, tiene fama de haber sido un hábil inventor, en contra de todas las imposibilidades citadas unos párrafos atrás.

Antes, sin embargo, citaré a su biógrafo, Severino Balmundio, quien nos deja una interesante definición de invento y que será con la que nos manejaremosen esta monografía, más por pereza que para evitar escándalos. Y dice así:

            “…yo por invento entiendo a todo mecanismo, artefacto, proceso o método novedoso que tenga relevancia y validez; éste puede ser material o conceptual, pero debe, innegablemente, funcionar y ser, ante todo, nuevo…”.

            Aclarado o no este punto, procedo a dejarles esta deliciosa lista de inventos y descubrimientos realizados por nuestro amigo Acosta.



El detector de billetes (1950)

            No se sabe bien si este invento fue por interés científico-técnico o por necesidad monetaria, pero lo cierto es que Acosta presenta y patenta en el verano del 50 una maquinita de bolsillo que detectaba billetes y monedas tiradas en el piso o en cualquier otra superficie. Bastaba con encenderla para que ésta, a modo de un detector de metales, emitiese un pitido que se hacía más fuerte dependiendo de cuán lejos estuviese el dinero extraviado o de la cantidad del mismo. Si se trataba de dólares, el pitido era más agudo. Era notable cómo el aparato lograba discriminar entre plata ajena o propia, tendiendo siempre a encontrar la primera. Se dice que Acosta recorría el centro de San Juan con su invento en el bolsillo recogiendo monedas y billetes de terceros.

En el año 1952 incorpora una pantalla en la que aparecía, a modo de radar, la localización del dinero tirado y la cantidad del mismo; y en la primavera del 53 la versión 2.1 del detector de billetes ya detectaba dinero potencialmente extraviable, mostrando en el radar bolsillos rotos, monederos mal cerrados y señoras imprudentes. En verde aparecían los billetines y monedas a punto de caerse, y en rojo los que ya estaban en la vereda o en la calle. Si el color era gris, significaba que ya se había recogido, y si aparecía en naranja era porque alguien ya lo había visto.

En el invierno de 1954 el Registro de Patentes de San Juan fue misteriosamente robado por un grupo comando, y Acosta perdió el derecho a fabricar el detector. NOTA: este aparato no detectaba tarjetas de crédito ni cheques, aunque solía confundir las tapitas de cerveza con monedas de mil pesos fuertes.



El almanaque del Fin del Mundo (1954)

Escrito en verso y con más de dos mil páginas, este grandioso volumen impreso por la Editorial Sombraschinescas anunciaba sin miedo al qué dirán la fecha exacta del fin del mundo.

            Afortunadamente presagiaba el Día del Juicio el 12 de enero de 1990. NOTA: considerando que la fecha ya pasó y que aún seguimos vivos, es posible que Acosta haya mentido con la fecha; o que verdaderamente los puros hayan subido al paraíso y que los pecadores nos hayamos quedado en la Tierra.



El sombrero que no despeina (1955)

            Su nombre lo dice todo: se trataba de una galera que no despeinaba la cabellera de quien la llevase puesta. Además, y como yapa, tenía un dispositivo que acomodaba el pelo del caballero o de la dama según varias opciones: jopo, peinado al costado, trenzas, colita de caballo, engominado para atrás, rollinga, desmechado, pelado, rastafari y cresta punk.

            Las damas, por tratarse de una galera, desistían de su uso. Pero los pocos caballeros que usaban tal sombrero en ese tiempo eran asiduos usuarios de este invento. Sin embargo, un desperfecto de fábrica hacía de este invento un artilugio demasiado pesado, por lo que muchas personas se rompieron el cuello o sufrieron severas tortícolis a causa de su uso. Salió de circulación por orden de la Justicia durante la Semana Santa de 1956. NOTA: la versión rosa de esta galera fue la más vendida, con un total de 5000 unidades. El comprador fue un tal Pachano.



El viaje en el tiempo (1960)

            Acosta dominó esta técnica leyendo periódicos viejos, sobre todo los ejemplares de Diario de Cuyo. Consiste en tomar un diario y concentrarse –Acosta no dice cuánto, para proteger su invento- hasta viajar a la fecha consignada en el tabloide.

            Se cree que los textos de los periodistas del Cuyo influyen notoriamente en el proceso, ya que, como todos sabemos, la redacción de ese diario está embrujada. No obstante, el resto de los periódicos de circulación legal de Argentina sirven, pero se nota la diferencia. NOTA: Acosta aconseja llevarse consigo un diario de hoy, para pegar la vuelta.



El avión o aeroplano (1903)

            Aparentemente influenciado por su invento anterior. Desgraciadamente para Acosta los hermanos Wright tenían un mejor abogado. NOTA: en la fotografía se aprecia a los involucrados en este invento.







El reloj que mentía con la hora (1970)

            Una de las peores cosas que llegó a hacer Acosta. No se trataba más que de un reloj que funcionaba mal y que atrasaba. Sin embargo logró patentarlo y el Estado llegó a comprar 12.000 unidades con los que equipó el edificio 9 de Julio. Esto explicaría el porqué de algunas irregularidades en el cumplimiento de horarios en la administración pública. No hay nota en este apartado.



La máquina de hacer pillacuriosos (1972)

            Quizás el mejor de todos los inventos de este hombre. Consistía en un aparato mecánico con una compuerta de entrada y una de salida. Por la de entrada se insertaba la materia prima –normalmente sólo bastaba con un papelito con el nombre del objeto que se quería fabricar- y por la compuerta de salida aparecía el producto terminado. 
            Hasta el día de hoy los técnicos y personas curiosas que han desarmado la máquina no han podido determinar con efectividad qué es lo que hace que este aparatejo funcione y que fabrique cualquier cosa que se le pida. NOTA: el objeto más fabricado en la historia de esta máquina es el billete de cien pesos.